jueves, 14 de junio de 2012

Con V de Vradbury


Llevo unos días postergando la obligación de escribir unas líneas al hilo de la muerte de Ray Bradbury, como han hecho ya mis más cercanos amigos y compañeros de generación literaria (signifique ello lo que signifique, y precisamente, si hay algo que nos une aun a estas alturas de nuestra particular diáspora como creadores, es acogernos bajo el paraguas tornasolado del gran poeta marciano). Bradbury significó muchísimo, todo, para nosotros. Me arrogaré el mérito de su descubrimiento (siempre hablando de nuestro pequeño, casi triste grupo de postulantes a escritores en aquellos ya remotos mediados de los 90), con la compra de un ejemplar de "Crónicas marcianas" en una de aquellas librerías especializadas en nuestros géneros (los géneros, cómo no, de la imaginación) que comenzábamos a frecuentar en aquellos, también, primeros periplos madrileños (en aquella época irrepetible en que de hecho, para nosotros, todo eran comienzos). Fue una compra impulsiva y desinformada, guiada no por un conocimiento del autor que en aquel entonces no ostentaba, sino en el aire misterioso y un tanto atemorizador de la excelente portada de la edición de Minotauro (ese paisaje familiar y extraño a un tiempo, una casa del medio oeste americano teñida de rojo marciano y atisbada desde el ojo de buey de un cohete), unida al vago recuerdo de algunas escenas de la versión televisiva que la BBC dedicó a este libro, una de las obras cumbre de la literatura del siglo XX. Esas escenas mal evocadas me comunicaban la misma sensación, de extrañamiento y temor contenido, que la portada antedicha y el primer vistazo apresurado a una prosa que pronto se me haría consustancial, epidérmica, vistiendo en adelante mis más tempranos intentos de esbozar algo digno sobre el papel en blanco.

El resto, como se suele decir, es historia. Bradbury supuso una explosión, quizá no la primera (años antes había sufrido enamoramientos similares con autores como Lovecraft o Machen), pero sí la que inauguró aquella época en la que al afán de emulación -de pertenecer a la rara y orgullosa casta de los escritores- se unía una naciente conciencia literaria, el precoz descubrimiento de unas armas de escritor que comenzaban a dar la talla para expresar, siquiera toscamente, el contenido de nuestras visiones. En otras palabras, Bradbury no fue el primer escritor al que quisimos imitar: fue el primer escritor que quisimos ser.

Bradbury, como he dicho, lo era todo. Sus ficciones poéticas, maravillosamente escritas, suponían una reivindicación apasionada, no contaminada por ningún ceño adulto, de tantas cosas que en aquel entonces nos ardían dentro: nuestro gusto marginal -y por tanto llevado a gala, con orgullo- por el tan maltratado género fantástico (que, con el descubrimiento de Bradbury, quedaba automáticamente dignificado, validado incluso desde el más exigente criterio literario), nuestra resistencia pertinaz a crecer, nuestra temprana sensación de pérdida, nuestras comunes infancias de niños solitarios acostumbrados a mirar cabizbajos al suelo o esperanzados a las estrellas, pero nunca, nunca, a la realidad de frente...
Ilustración para "Vendrán lluvias suaves", mi relato favorito de Brabdury
En Bradbury encontramos toda la maravilla y todo el espanto, todo el horror y toda la esperanza, toda la melancolía y la nostalgia y la pérdida que éramos capaces de albergar en nuestras existencias aún jóvenes, neófitas en las artes de la tristeza. Junto a Bradbury militamos en el rechazo vehemente a la vulgaridad y la falta de imaginación, la severidad estéril y la conducta funcionarial que tantas veces caracterizan la edad adulta, pero que el propio Bradbury nos enseñó, con su perenne ejemplo, no es en absoluto condición necesaria para aquellos que cumplen (cumplimos) ya demasiados años. Nunca antes habíamos sentido tal identificación con un autor, y así, Bradbury se convirtió en nuestro santo y seña, hasta el punto de nombrar con su nombre (modificando la primera letra según la inicial del café de barrio en el que nos reuníamos) imaginarios clubes de escritores a los que entonces nos enorgullecíamos de pertenecer.

Bradbury nos concedió, también, nuestro primer aura de respetabilidad extramuros, permitiéndonos la entrada a las tertulias literarias de mayores, donde lo esgrimíamos a modo de autor-tótem frente a los Grandes-y-Recurrentes-Nombres-Escritos-con-Letras-de-Oro-en-la-Historia-de-la Literatura (esto debe de tener alguna sigla) con los que, desde sus -imaginarios- atrios, nos bombardeaban nuestros serios y barbados interlocutores (si bien siempre hubo quien miraba con condescendencia nuestros gustos, considerándolos, como mucho, pecadillos de juventud). Y es cierto, en ese sentido, que, como sucedió con Julio Cortázar (otro autor muy distinto pero a cuyo entusiasmo vital y sentido de la maravilla es fácil asimilarlo) Bradbury cayó rápidamente, aun por nuestra parte, bajo la sospecha de lo facilón, de ser apenas una primera etapa en nuestro descubrimiento de Lo Literario, a medida que nuestras afinidades lectoras se iban haciendo más sofisticadas y, casi siempre, decadentes (a medida que nos crecían las barbas, igualmente imaginarias, que nos fueron convirtiendo en lectores solemnes y pretenciosos, adultos).

Así, yo, por ejemplo, no tardé en abandonar los escenarios de Bradbury, llenos de maravilla y encanto elemental, por los apocalípticos paisajes mentales de un mucho más oscuro -y sofisticado- Ballard... Y algo similar les sucedió a los demás, supongo (si bien hoy día algunos recuperamos con desvergüenza y orgullo friki -tras dejar atrás tantas inseguridades de nuestra adolescencia literaria- algunos de nuestros más queridos iconos de juventud, ya sean las batallitas espaciales con profusión de láseres o los superhéroes pijameros en su vertiente sombría). Pese a ello (o quizá por ello) Bradbury pervive en nosotros como un mito común, un recuerdo con aires de infancia, un primer amor afortunado-y-perdido que nunca se olvidará. Vayan estas modestas líneas como un tributo personal a quien significó tanto para nosotros. Ese autor extraordinario, esa persona extraordinaria que nos hizo (querer) ser un poquito mejores.






3 comentarios:

  1. Qué añadir... resumes perfectamente el sentimiento colectivo que despierta en nosotros Ray Bradbury. Representa sobre todo el entusiasmo hecho literatura, y es lógico que lo quisiéramos tanto ("queremos tanto a Julio"... y a Ray) cuando nuestra capacidad de entusiasmo se encontraba intacta.

    Ahora su muerte nos lleva directos al territorio de la nostalgia, nostalgia del futuro...

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  2. Y se cierra el círculo...

    Descanse en paz nuestro buen amigo.

    ¿Para cuando un relato -no hace falta una novela- sobre un club Vradbury cualquiera?

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