domingo, 29 de julio de 2012

Crude sunlight (Phil Tucker)

El auge del e-book ha traido consigo -junto con todo tipo de predicciones agoreras por parte de los dinosaurios editoriales- la aparición de nuevos modelos de publicación más flexibles (un entusiasta de la sociedad digital, no es mi caso, diría "democráticos"). En la práctica, me refiero a la posibilidad por parte de los autores de publicar sus obras en formato digital, prescindiendo de los habituales y engorrosos filtros -para empezar, aunque no siempre, el filtro de la calidad- en las webs de mayoristas de la publicación como Amazon. Así descubrí yo esta novela, buscando en Amazon.es por la etiqueta "Silent Hill", con la esperanza de encontrar alguna obra -siquiera perteneciente a la controvertida etiqueta de la fanfiction- que trasladara a la tinta electrónica de mi Kindle las deleitables pesadillas tantas veces sufridas al mando de la videoconsola. Antes de seguir, aclarar que este libro no tiene nada que ver con tan ilustre (si bien en los últimos años venida a menos) saga de videojuegos, pero, gracias al sistema de afinidad del buscador de Amazon, que arroja resultados, digamos, "colaterales", es posible descubrir de vez en cuando alguna joya inesperada. Como este Phil Tucker, autor amateur que no tiene nada que envidiar a algunos de los consagrados que venden espantillones de ejemplares de cualquier cosa que lleve su nombre, frecuentemente en letras doradas, en la portada (sí, lo han adivinado, me estoy refiriendo a Stephen King).

Crude sunlight es una novela de terror más o menos convencional en su planteamiento (no en vano el terror es uno de los géneros más conservadores y reacios a cambios y revoluciones, tan atávico como corresponde a los materiales que lo inspiran), pero que ejecuta los viejos trucos de siempre con notable temple y habilidad, despertando un buen puñado de escalofríos a lo largo de sus nada infladas páginas (es un decir, cuando se está leyendo en una pantalla). La trama se centra en un exitoso workaholic radicado en New York que debe pasar unos días en Buffalo para recoger las pertenencias de su hermano menor, desaparecido unas semanas antes, y dado ya por perdido. Inspeccionando su apartamento de universitario descubre unas cintas de vídeo que reportan nocturnas incursiones del joven, junto con dos o tres amigos, en edificios abandonados (esa modalidad de exploración urbana tan de moda entre jovenzuelos aburridos ávidos de emociones fuertes). En estas cintas, Thomas (el yuppie en cuestión) atisba cosas que no deberían estar ahí... E, intrigado (y dominado por un creciente sentimiento de culpa por haber abandonado a su hermano), inicia una investigación; de la que el primer paso obvio será contactar al resto de personas que aparecen en esos vídeos (un antiguo amigo, una medio-novia de dudosa fidelidad), a quienes encuentra en diversos estados de estupor, cada uno lidiando a su manera con las secuelas de lo-que-fuera-que-sucedió-ahí-abajo... Y, junto a ellos, volver al lugar de los hechos, los inmensos subterráneos (todo un reino espeluznante de sombras y tinieblas) del abandonado hospital psiquiátrico tan imprecisamente retratado en las cintas...

Como pueden ver, los elementos del terror se alinean de manera gozosamente previsible, preparando el ánimo del lector curtido para la ración de escalofríos que se le viene encima... Que es lo que, inexorablemente, sucede. A la hora de valorar un género tan sometido a fórmulas como éste, lo importante no es tanto el qué, sino el cómo... Y, en ese sentido, hay que decir que este Crude sunlight hace las cosas con indudable eficacia, con ritmo pausado pero nunca lento, e incluso, por qué no decirlo, con una sobria elegancia. Un elemento fundamental del género, la atmósfera, brilla aquí con luz propia -mejor sería decir con tonos adecuadamente sombríos-, generando un escenario que, aun en los espacios comunes del día a día, se muestra cargado de una tristeza casi mórbida, una desasosegante ausencia de refugio. A ello contribuyen los dramas personales del protagonista, que, aun manidos, dan a éste su paseo por el lado oscuro un carácter aún más desesperado, teñido de tonos existenciales. Este elemento, esta mezcla de elementos (terror + tristeza) es, curiosamente, la fórmula magistral del éxito de la franquicia Silent Hill, en la que uno nunca sabe si debe temer más a los monstruos de fuera que a los de dentro (los de dentro de la mente de sus personajes, aparentemente normales)... Quizá no sea tan casual que encontrara este libro, al fin y al cabo.

El resto es una sucesión de escenas bien equilibradas entre lo sobrenatural y lo costumbrista, donde sobresalen un par de imágenes bastante cinematográficas (y adecuadamente espantosas), junto con la inevitable (si bien en este caso aligerada) investigación en torno a los orígenes históricos del mal que parece atraer a las sombras a este puñado de seres desarraigados, confusos, tan fáciles de tentar por una no-existencia que promete suavizar y finalmente oscurecer sus miserias... Todo ello envuelto en el frío invierno de una ciudad mediana, provinciana a ojos de un neoyorquino, que ofrece poco refugio a los muy palpables terrores, los de la muerte y los de la vida, que acechan desde los desconocidos subterráneos plagados de presencias que se niegan a desvanecerse, hasta la ciudad dejada atrás donde una mujer rota espera que un hombre tome una decisión, y que esa decisión no los separe definitivamente...

Vida y muerte, en suma, la una no menos temible que la otra. Un buen esfuerzo, el de este Phil Tucker al que, tras la lectura de este libro, cuesta colgarle la etiqueta de amateur. Quién sabe, quizá no tarde mucho en mojarle la oreja, desde las letras de oro de sus propios libros editados por fin en papel, a tanto pope sagrado del género...

jueves, 19 de julio de 2012

Curso de Librería (Fernando San Basilio)

A veces, una novela deliberadamente pequeña puede darnos una satisfacción insospechada. No crecer más allá de los límites que alegre, desacomplejadamente asume, sino regocijarnos en su pequeño, pulcro y bien construido universo. Así sucede con este Curso de Librería, del joven Fernando San Basilio, novela tan inefablemente simpática como irresistiblemente amarga. Una tragicomedia de bordes acolchados, escrita -y leída- con ligereza, que, sin elevarse nunca de su propuesta inicial, despierta en el lector una sonrisa que se mantiene con solvencia hasta la última página.

El argumento es simple, casi minimalista, y se circunscribe a un tiempo (los meses escasos que dura un curso de formación ocupacional de la Comunidad de Madrid), un escenario (la vulgar academia donde se imparte y las calles adyacentes del tan conocido, tan literario centro de la capital) y unos personajes (el disparatado grupo de desempleados de variado pelaje y condición que, no teniendo nada mejor que hacer, integran un alumnado perezoso, incomprensiblemente renuente a formarse en una profesión tan prometedora y llena de prestigio social como la de librero). Y he aquí el absurdo irresistible, esencial que lo envuelve todo: nos encontramos ante un curso de formación ocupacional que trata de formar a sus alumnos en algo que, por un lado, no es una profesión sino un oficio, que por tanto no se puede enseñar (no al menos de manera reglada), y, además, y sobre todo, no da absolutamente (absolutamente) ningún acceso al mundo laboral. Justo como cierta carrera universitaria de la que no quiero acordarme...

Sin embargo, los muy diversos módulos y micromódulos, visitas guiadas y demás lecciones, teóricas o prácticas, que a duras penas consiguen maquillar el vacío esencial de la materia en cuestión, serán impartidas con ampulosidad y grandilocuencia, las más altisonantes promesas por parte del parco profesorado- dos personas no menos desubicadas, no menos losers, no menos entrañables que los parados casi vocacionales a los que tratan de enseñar- que pastorean, por decir algo, este grupo inverosímil, sin mayor característica en común que la de coincidir en ese minúsculo, insignificante punto del espacio, el tiempo y la condición laboral. Como cualquier grupo humano, por otra parte, que haya sido reunido por los débiles hilos del azar.

Ese carácter azaroso, unido a una creciente sensación de absurdo, conforman la textura fundamental que envuelve estas páginas. Cualquier lector (cualquiera, al menos, que no haya abandonado los estudios demasiado pronto) reconocerá perfectamente esa sensación, que le traerá a la memoria tardes interminables dormitando en un aula, arrullado por el mar de fondo de las palabras de este o aquel docente, despertando de vez en cuando sólo para preguntarse, inevitablemente, qué c*****s está haciendo allí, qué sentido tiene aprender tal o cual conjunto de memeces, qué sentido tiene, al cabo, la vida entera...

Quizá esté exagerando (sólo quizá), pero lo que quiero poner de manifiesto es lo bien que refleja este libro ese halo de absurdo que nos acompaña y se nos pega a la piel y es parte fundamental de nuestra existencia durante la época de formación (de formación reglada, quiero decir, porque la otra dura toda la vida). Ese simulacro de aprendizaje, esa farsa consentida a la que alegremente se entregan estos parados no demasiado convencidos, en el fondo, de querer dejar de serlo. Otro elemento inmejorablemente reflejado es precisamente el casting de personas tan distintas, que abarcan todo el amplio espectro del desempleo, y que sólo un aula de formación ocupacional podría reunir -brevemente- bajo un mismo techo. Esa leve hilazón se deja sentir en las muy laxas relaciones que se establecen entre ellos durante esos pocos meses, que, al acabar, no dejan huella en casi ninguno de los protagonistas, si acaso un levísimo poso de melancolía con que el narrador -quizá el único actor realmente convencido de su papel en ese teatro de las apariencias- cierra las últimas páginas.

El resto es nada, menudencias, hechos cotidianos, vida apenas. Nada importante sucede en esos meses, ni grandes aventuras, ni tristezas inenarrables, ni amores más grandes que la vida... Ni siquiera la muerte, cuando hace su aparición, consigue desprenderse de ese aire de levedad, casi de chiste. Todo se cuenta, en resumen, tal cual es, sin maquillajes ni afeites. Es esa honradez esencial, unida a la irresistible, subterránea comicidad de la narración (salpimentada por unas pocas gotas de ternura, ternura hacia ese grupo de desarrapados y parias varios) lo que hace de ésta, si no una lectura inolvidable, sí una experiencia más que satisfactoria. Prolongada, intuyo, en las dos obras siguientes de San Basilio, Mi gran novela sobre La Vaguada y El joven vendedor y el estilo de vida fluido, en las que un protagonista innominado (como el de Curso de Librería) prosigue su errático caminar por la vida como librero y eterno aspirante a escritor...

Algo que, menuda casualidad, también me suena.


El autor, tan ancho