lunes, 30 de abril de 2012

El libro de arena (Jorge Luis Borges)


No hablaré de decepción, pero quizá sólo por el natural respeto a las vacas sagradas de esto a lo que, en el fondo, uno se quiere dedicar. Después de un primer relato magistral ("El otro"), el resto de este libro de arena me ha sabido a poco, es más, me ha sabido algo insípido. Entre ideas no particularmente sugerentes, o exploradas sin la necesaria audacia ("El Congreso", "El libro de arena"), mi lectura ha discurrido por un caudal demasiado tranquilo, demasiado parecido a la indiferencia. A ello contribuye la por lo demás irreprochable prosa de Borges, todo un ejemplo de pulcritud, serenidad y precisión, pero, para mi gusto, algo carente de sobresaltos, de nervio narrativo. El pastiche lovecraftiano ("There are more things") me ha arrancado una sonrisa, pero una vez más me hubiera gustado un mayor desarrollo. Los cuentos de sabor mítico, al estilo de las leyendas nórdicas, me parecen resultones, pero poco más. Sólo un relato, además de "El otro", me ha maravillado: "Utopía de un hombre que está cansado", toda una joyita de ciencia-ficción poética e intimista, con unos presupuestos filosóficos a los que además soy muy afín. En resumen, Borges me ha parecido, en este primer -y tardío- acercamiento, un escritor "para bibliotecarios" (obsérvese la ironía); sus cuentos son perfectos para mentes serenas, analíticas y digresivas, que gustan de hacer metafísica cómodamente acolchadas en un sofá. En la eterna dicotomía Borges-Cortázar, me sigo quedando con el de Bruselas; quizá es que para mí la literatura ha de llevarme en volandas como una montaña rusa, no como un tranquilo tren de provincias. Con todos los respetos.

Cadáver exquisito (Pénélope Bagieu)


¿Un ejemplo de chick lit ("un género de la novela romántica escrito y dirigido para mujeres jóvenes, especialmente solteras, que trabajan y están entre los veinte y los treinta años" -de nuevo wikipedia dixit) en formato cómic? La portada y el dibujo en general, así como el protagonismo absoluto de personajes femeninos, así parece indicarlo. Este primer largo de la jovencísima autora francesa Pénélope Bagieu comienza mostrando interesantes cualidades: un indudable nervio narrativo, pleno de vitalismo nada ramplón, y unos personajes llenos de matices a los que el dibujo, sencillo pero muy expresivo, confiere vida y realidad. La protagonista es una joven de hoy día, más bien corta de miras, refractaria a todo lo que suene a cultura y confiada en abrirse paso a base de encantos femeninos; una auténtica antiheroína, como se ve, que
sin embargo se hace enternecedora a base de una cierta candidez esencial, que la lleva a enamorarse de un extraño escritor que vive recluido en su casa, combatiendo un bloqueo literario que llegará a su fin con la irrupción de esa muchacha malhablada y desbocadamente sexual en su vida. Hasta aquí podría parecer una plasmación de mis anhelos, una historia de bartlebies impenitentes y musas insospechadas, corramos un tupido velo. Lo malo (lo malo para mí, entiéndaseme bien) es que hay una intriga, totalmente innecesaria, que acaba malvendiendo el misterio de ese escritor huraño, narcisista y de ego quebradizo, que me era mucho más simpático (y, debo admitirlo, reconocible) cuando su encierro parecía un síntoma de misantropía o de miedo a la vida. Lo peor, que esa intriga acaba en un final demagógico y feminista, que desprecia las mejores posibilidades de esta historia hasta entonces tan humana y naturalista, sencilla y pegada a ras de vida. Pero a pesar de todo no deja de ser una lectura sumamente entretenida que se lee con una sonrisa en los labios, la simpatía de asistir a una pequeña comedia humana a la que no le faltan ambigüedades, alquimias y alguna que otra dosis de verdad. 


La Bagieu. Me estoy haciendo devoto de las autoras francesas...

 

Severina (Rodrigo Rey Rosa)

El arte de la novela corta es elusivo, difícil, muy similar al del relato. Se trata de podar casi todo salvo lo esencial, y aun esto contarlo de manera velada, como en sordina. Algo así sucede en esta novela, perfectamente inocua, que da para dos tardes de lectura vagamente entretenidas. La idea de partida -un librero que se enamora de una ladrona de libros- resulta simpática, como simpático es el tono y la ligereza con que se cuenta la mayor parte de la historia, que pretende caminar por los derroteros del delirio amoroso, pero que en mi opinión se queda apenas en enajenación transitoria. Algunas ideas levemente sugeridas -como la existencia de una peculiar cofradía de seres que viven únicamente "por y para los libros", o el iluso enamoramiento preñado de literatura al que, ay, somos tan proclives los letraheridos- despiertan un poco el interés, pero todo ello está apenas apuntado, como contado con pudor, siguiendo esa máxima literaria -con la que nunca estuve de acuerdo- del "menos es más". Quizá es que necesito algo más de carne en las historias que pasan delante de mis ojos, porque si no se me desvanecen entre los dedos. Aunque sé que en esto voy contracorriente. Así las cosas, no soy capaz de decidir si he leido un buen libro o no. Lo que sé es que lo olvidaré en cuanto lo guarde en mi estantería.

Las fuentes perdidas (José Antonio Cotrina)

Concluyo agotado y maltrecho, casi tanto como los protagonistas, esta odisea por el mundo oculto, 350 páginas que, como a veces sucede, han semejado ser muchas más, desplegándose a lo largo de meses de lectura inconstante, necesitada de frecuentes descansos. Así de tremebunda es la cosa. La novela de Cotrina es casi irreprochable, pero peca por exceso: todo es demasiado tremendo, los personajes son tironeados de una a otra aventura hasta llevarlos al límite de sus fuerzas... Es como, perdonen la comparación más que friky, un episodio de Los Caballeros del Zodiaco: después de cada combate, tras perder litros y litros de sangre, el personaje se pone en pie y corre hacia el siguiente enfrentamiento, aún más terrible. En fin, respirando hondo y recuperando el resuello, puedo hablar de las virtudes de esta novela, fundamentalmente la visión riquísima de un mundo oculto que, si bien hecho de múltiples influencias, consigue sonar realmente original. Me gusta particularmente el matiz tenebroso que le da Cotrina, poblándolo de entidades terroríficas, panteones oscuros, nigromantes que parecen supervillanos de cómic, magia de la sangre... Todo ello conforma un sentido de la maravilla de brillos más bien sombríos y filiación barkeriana (por Clive Barker), pero no menos deslumbrante. Junto a esto, cabe destacar el plantel de infortunados personajes a los que Cotrina maltrata con sadismo de autor omnipotente y más bien malaleche; entre ellos, el descubrimiento de ese Delano Gris que supera la inicial e inevitable comparación con John Constantine (¿un John Constantine a la vitoriana?) para acabar desarrollando una identidad propia y fascinante. En resumen, un viaje duro y desapacible por un mundo oscuro poco hospitalario, en el que sentirán el sabor del polvo del camino (y, a menudo, de la sangre en los labios) a cada kilómetro de horrores y maravillas sin fin.

sábado, 28 de abril de 2012

Shortcomings (Adrian Tomine)



De nuevo reseño un cómic, una novela gráfica del subgénero denominado "slice of life" (="realismo mundano que retrata experiencias de todos los días", wikipedia dixit), como aquel imborrable "Malas ventas" ("Box office poison", de Alex Robinson) que hace un par de años me abrió los ojos a toda una manera adulta de afrontar el arte del cómic. Esta historia de desencuentros sentimentales entre personajes que frisan la treintena (esa temblorosa frontera entre la inmortalidad de los veintitantos y el ávido coleccionismo de pérdidas que se iniciará en la década siguiente), surcada de tensiones raciales y sexuales, de malentendidos y autocompasiones que se disfrazan de ironía, está narrada en cambio en un tono ligero, casi humorístico, que sólo decae en el muy áspero último capítulo, cuando los personajes deben afrontar las consecuencias de las decisiones (no) tomadas. El mayor mérito estriba en la absoluta naturalidad con que se reflejan tantos matices de experiencia, tanto a través del texto como del estupendo dibujo (ambos obra de Tomine). Es realmente un fragmento de vida recortada y puesta en imágenes claras y palabras precisas, donde cualquier lector se puede reconocer sin mayor dificultad en alguno de los "defectos" o "carencias" a los que alude el título. En la línea de la tradición norteamericana de historias sobre relaciones de pareja, este Shortcomings es una interesante aportación, más agria y existencialista de lo que hacen presagiar sus festivas primeras páginas, con un final irresistiblemente triste que se proyecta más allá del papel y la tinta hacia la vida de sus lectores... 

The city and the city (China Mieville)

Que el autor de Perdido street station es uno de los grandes renovadores del género fantástico es algo que ya no se le escapa a casi nadie. The city and the city es una novela negra (con todo el sabor del noir clásico, arrancando con el descubrimiento de un cadáver) ambientada en ciudades oscuras: dos imaginarias ciudades-estado de la Europa oriental que comparten el mismo espacio físico, estando infinita y laberínticamente entrelazadas, interrumpiéndose la una a la otra en cada calle o plaza... Y, por una suerte de ley no escrita o tabú social -impulsado por oscuros poderes en la sombra-, obligando a los ciudadanos de ambas a ignorarse mutuamente, a no verse unos a otros. En un autor tan de izquierdas como Miéville esto puede tener muchas lecturas políticas, incluso referirse metafóricamente a situaciones reales históricamente (se ha sugerido el Berlín reunificado, pero yo pienso más en el avispero de los Balcanes). Da igual: el resultado es delicioso, teñido de una atmósfera que bebe tanto de Kafka como de Dark City, con unos Ocultos adecuadamente estremecedores. Al final, la investigación del asesinato es lo de menos; la ciudad (las ciudades) cobran todo el protagonismo de esta sugerente y original novela, que espero tenga continuación (de momento, lo que sí tendrá será traducción al español, en 2012).

El horizonte (Patrick Modiano)

Los libros de Patrick Modiano (quizá sería mejor decir el libro único que Modiano va tejiendo, novela a novela) se parecen mucho a la felicidad. Como ésta, están compuestos de intuiciones vagas, sutiles, inasibles; transcurren en un limbo nebuloso, un poco en precario, en el que, parece, todo podría echarse a volar al menor descuido. La sensación de pérdida anticipada, de paraíso a punto de extinguirse -y, sin embargo, recuperable en el espacio estricto de la lectura, que es, para Modiano, el espacio de la memoria- impregna estas páginas de manera rotunda, y a la vez tan etérea, tan difícil de definir. Modiano es un mago de lo invisible, lo implícito, lo no dicho porque no hace falta usar palabras cuando se cuenta una historia de amor irrepetible, es decir, como todas (léase esta frase cambiando de orden los adjetivos, se verá que no cambia el sentido). Así, evita los lugares comunes, que deja a la inteligencia del lector, y se centra en su obsesiva -y a la vez laxa, casi indolente- recreación de los vericuetos de la memoria, la imposible -y sin embargo irrenunciable- recuperación de lo vivido, el convencimiento de que nunca llegamos a entender nada ni a conocer a nadie, felizmente encarnado en esas mujeres enigmáticas que un día lejano uno conoció (o creyó conocer), amó y perdió enseguida, y que pueblan y encantan los libros del autor francés. Al final, queda la sensación de fragilidad, la imposibilidad de encontrar asideros firmes en la vida, sensación -una vez más- inmejorablemente encarnada en los continuos vagabundeos por el infinito dédalo de calles de ese París inagotable e incognoscible que es, en los libros de Modiano, un personaje más. Pues, como esa ciudad infinita, vieja y a la vez nueva, la vida no es sino añadir calles a un esquema antiguo y ya olvidado, buscando un orden imposible al que, cómo no, no podemos sino aspirar. Lean a Modiano, y me entenderán. Pero cuidado: es un autor adictivo.

viernes, 27 de abril de 2012

Pórtico (Frederik Pohl)

Una excelente novela de género y una mediocre novela en general. Hace unos años un amigo muy cercano (que probablemente esté leyendo esto ahora) utilizaba esta definición -bastante antipática por cierto- para describir su lectura de un gran clásico de la ciencia-ficción: Solaris, de Stanislav Lem. En aquel momento (y durante los años siguientes) discrepé mucho con mi amigo al respecto, tachando su opinión de snob y acomplejada. Una novela de ciencia-ficción podía ser una gran novela de Literatura, con "l" mayúscula, y Solaris (más o menos) lo era; pensar cualquier otra cosa era asumir implícitamente el axioma contrario, lo que revelaba, como digo, un complejo de inferioridad de aficionado a un género menor, frecuentemente maltratado por la crítica. Así, mi amigo (contra quien no querría ahora, pese a lo que parezca, cargar las tintas) sólo estaba desmarcándose de su propia condición de aficionado al género admitiendo, casi concediendo, que si bien Solaris cumplía sobradamente los denominados "valores del género" (sentido de la maravilla y el misterio, ideas científicas estimulantes, especulación inteligente, etc), apenas raspaba el aprobado en los valores "universales" de la literatura general (que resumiremos en calidad literaria, mayormente, signifique ello lo que signifique).

Aunque mi opinión sobre Solaris no ha cambiado demasiado a lo largo de los años (sigo considerándola una muy estimable novela, sin adjetivos de género), el correr del tiempo y las lecturas me ha llevado a valorar de otra manera la opinión de mi amigo y a concederle -si bien no en el caso de Solaris- parte de razón (nobleza obliga a admitirlo, aunque sea de manera tan tardía). Lejanos quedan los tiempos en que uno mismo, junto a sus camaradas de conciliábulo, leía libros de ciencia-ficción (y de fantasía, y de terror) de manera militante, con la intención de acumular argumentos (¿armas?) con las que luego, en tertulias de café compartidas (¿combatidas?) con todo tipo de lectores, luchar la sagrada causa marxista (sagrada y marxista a un tiempo, bendita juventud) de la Necesaria Dignificación de la Literatura de Género... Una lucha que nos llevó seguramente a todo tipo de excesos (estrictamente verbales, cómo no), que ahora recordamos con cariño de veteranos. Como se suele decir, quien no sea comunista a los 20 años es un desalmado, pero quien lo siga siendo a los 40 es un tolai.

El caso es que sí, el tiempo y las derrotas (también puede uno acumular derrotas como lector) me han llevado a admitir, mal que me pese, que las palabras de mi amigo se pueden aplicar perfectamente a una buena parte (¿la mayor?) de los más venerados clásicos de mis muy queridos géneros de la imaginación... Incluyendo este "Pórtico" del que, como se suele decir, he venido a hablar (y llevo ya tres párrafos sin entrar en materia). Sinceramente, leer un libro a estas alturas únicamente por los "valores intrínsecos del género" me resulta complicado, ahora que la lectura no debe ser militante sino únicamente hedónica... Y coleccionar clásicos como quien se cuelga medallas (también hay una meritocracia lectora) tampoco es estímulo suficiente, dado que la ilusión de acumular un conocimiento enciclopédico (siquiera de un solo y joven género literario) se ha desvanecido con los años y la ilusión de inmortalidad. ¿Entonces?...

Pórtico no es un mal libro, ni muchísimo menos; no es despreciable desde el punto de vista literario, que de hecho cuida más que buena parte de los libros de su género. Simplemente es... sí, usaré la palabra maldita: mediocre. Para quien no conozca el argumento (pocos de mis lectores, supongo), narra las desventuras de Robinette Broadhead, un prospector, casta de aventureros de frontera en un futuro de escasez que arriesgan su vida en vuelos a lo desconocido, a lomos (es un decir) de naves espaciales pertenecientes a una civilización extraterrestre largo tiempo ausente de nuestro sistema solar... La Pórtico del título es un asteroide donde se conserva una base de dicha raza alienígena (los Heechees), en la que cientos de naves duermen un sueño de siglos esperando que un prospector (o un grupo de tres o cinco prospectores, pues ésta es la capacidad de las naves) se embarquen en un vuelo incierto a un lugar a priori desconocido del cosmos; pues las naves tienen piloto automático y no se puede modificar su rumbo, por lo que pueden llevarlo a uno a un descubrimiento que lo haga inmensamente rico o... a una muerte horrenda.

Robinette fue, vio y venció; pero no a un precio bajo... Desde el presente, y a través de sus sesiones de psicoterapia con su psiquiatra computerizado (una inteligencia artificial implacablemente sagaz, con la que mantiene una relación tan humana de amor-odio), Robinette evoca su tiempo en Pórtico, las diversas misiones en que se embarcó, el conflicto entre el miedo y la desesperada necesidad de crédito que le lleva, muy a su pesar, a arriesgarse en sucesivos vuelos a ciegas... Y también, y quizá sobre todo, la historia de amor con una compañera prospectora, historia condenada a un ¿final? impensablemente atroz.


La novela se centra en estos detalles, digámoslo groseramente, humanos, más que en el previsible elemento de exploración y atisbo maravillado de un cosmos misterioso y desconocido, que, en manos de un autor más convencional que Pohl, habría sido probablemente el único eje de interés de la narración. Pohl es un escritor más dotado y sutil que la media de sus correligionarios, y en consecuencia desvía de manera inteligente el foco de los elementos más convencionales de la historia para facilitarnos un enfoque esquinado, heterodoxo, más emparentado con la novela de culpabilidad semítica de un Philip Roth de los 70 que con las historias "de navecitas espaciales" de la más arquetípica ciencia-ficción. El caso es que algo así, en principio meritorio y acreedor de una especial atención por mi parte (siempre he preferido la ci-fi menos típica, incluso underground, a los modelos más sagrados del género), no termina de funcionar. O no termina de funcionarme.

Sinceramente (primera confesión vergonzante): esta vez hubiera preferido algo más sota-caballo-rey. Comencé la lectura de esta novela a la búsqueda de (perdonen por autocitarme) ese atisbo-maravillado-de-un-cosmos-misterioso-y-blablabla del que antes hablaba, ese valor intrínseco del género que un planteamiento como el de "Pórtico" indudablemente prometía. No es que no haya sentido de la maravilla en la narración de los (pocos) viajes en los que el bueno de Robinette acaba enrolándose, pero... de alguna manera, no es ese el interés primordial de Pohl, lo que se traduce en una desatención casi negligente a los aspectos técnicos del viaje, los descubrimientos, rutinarios o no, que hacen los prospectores... Todo ese elemento de, digamos, arqueología espacial (arqueología de lo maravilloso) que en manos de, por ejemplo, un Jack McDevitt, sería el eje fundamental de la historia.

El problema es que los elementos por los que Pohl sacrifica (al menos hasta cierto punto) el potencial obvio de su material narrativo no terminan de merecer tal sacrificio... Porque, como elementos más propios de la literatura general que de la de género (nuevamente, simplificando groseramente la cuestión) no pasan de mediocres. Pohl es incisivo hasta resultar hiriente, a veces es gozosamente humorístico, y dota a sus personajes de una amoralidad muy de agradecer en un género tan dado a los héroes de cartón-piedra... Pero todo esto no es suficiente para levantar un interés lector, el mío, que, sinceramente, no estaba en esta ocasión buscando personajes memorables (tampoco los ha encontrado), y que desde luego no se ha topado con una escritura virtuosa que reclame la atención por sí misma. Para entendernos, si la novela estuviera ambientada, por decir algo, en la conquista del Oeste (pero sin ser un western, claro está, porque entonces sería literatura de género), no pasaría de ser literariamente correcta. Es mordaz, ingeniosa y hasta perversa, cualidades todas ellas muy apreciables. Pero... no, no es una gran novela.

Sólo (rindiendo homenaje a mi amigo) un clásico de la ciencia-ficción... y una novela mediocre. Así que, en resumen, devuelvo el libro a la estantería, hago una muesca más, me cuelgo otra medalla, y me pregunto como tantas veces al culminar un libro por el sentido profundo de la lectura; qué buscamos -qué buscamos realmente- al embarcarnos en un libro tras otro, en una sucesión interminable y sin final posible -al menos sin otro final que la muerte- que tanto se asemeja a una carrera hacia ninguna parte... Y, sinceramente, cada vez me cuesta más encontrar la respuesta.

Hasta el próximo libro que me deslumbre y me encienda la mirada, que gustosamente compartiré con ustedes aquí...

La camarera (Markus Orths)

Inquietante nouvelle, llena de filos, trampas y espejos que devuelven una imagen distorsionada, pero en la que uno se reconoce muy a su pesar. Una historia de soledades terminales, narrada con gélida elegancia, en la que una mujer al borde del abismo (de un abismo muy parecido a la inexistencia) desarrolla, como peculiar método para sobrevivir, la estrategia de espiar a los demás en lo más íntimo, escondiéndose bajo las camas de las habitaciones de hotel que limpia durante el día. Lo que comienza casi como un juego, el intento de un alma de sentirse próxima a los demás (aunque sólo lo sea físicamente) cuando no conoce ya otro camino para ello, acaba siendo un retrato desolador de una existencia fracturada, irrecuperable, definitivamente alienada. Una novela triste y desasosegante, en resumen, que corta el aliento al hablar de abismos bien cercanos, vidas brumosas al borde del desvanecimiento con las que, ignoradamente, nos cruzamos todos los días.

Agencia de viajes Lemming (José Carlos Fernandes)


El autor de la serie de cómic La peor banda del mundo sigue en esta obra, publicada en el clásico formato de tiras diarias en un periódico, una línea absolutamente continuista, desplegando de nuevo su universo tan personal y, a la vez, tan fácil de descomponer en influencias palmarias. Así, Italo Calvino (el Calvino de Las ciudades invisibles), Borges y Kafka, aliñados con unas gotas de Ballard y algunas esencias de Lem, vuelven a ser los demonios tutelares de este catálogo de lugares exóticos y a la vez tan reconocibles, hilados en la cháchara de un imposible agente de viajes que trata de convencer de lo maravilloso de los destinos que oferta a un cliente particularmente remiso. La peculiaridad de estos destinos es que hacen de lo minúsculo e irrelevante, lo infraordinario (como lo llamaría Georges Perec) la materia fundamental de su maravilla, plagando estas ciudades de museos a la banalidad, estatuas al tedio y monumentos al sinsentido. El tono es así levemente surrealista, con un regusto metafísico, apoyado en unos textos certeros y plenamente literarios. El dibujo engañosamente sencillo se tiñe de ocres y sepias que realzan la pesadez de existencias basadas en el absurdo, que desfilan ante los ojos del lector con una ligereza, a veces con una alegría, que no oculta la intención crítica del autor, expresada en el tremebundo final cuasi bíblico. Es éste un mundo habitable, hecho de disolución y de nada, y por tanto inefablemente seductor. Si bien le falta la rotundidad de algunos episodios de La peor banda del mundo, esta Agencia de viajes Lemming es, al cabo, la que a este lector le gustaría encontrar en su ciudad a la vuelta de cualquier esquina...

Signatura 400 (Sophie Divry)

Simpática nadería ("divertimento", en palabras de su autora) que se lee con indudable agrado, por parte de una de esas jovencísimas autoras francesas a las que estos días frecuento (literariamente, se entiende). Consiste en un extenso monólogo que una bibliotecaria de mediana edad le endosa por las buenas a un presunto lector que se ha quedado encerrado la noche antes en la biblioteca (lo de presunto va porque no hay manera de comprobar si este lector existe realmente -el libro no le da voz ni gestos salvo los implícitos en las respuestas de la bibliotecaria a sus contados conatos de protesta ante lo que se le viene encima- o, más probablemente, es apenas una proyección imaginaria que inventa la funcionaria como excusa para descargarse verbalmente). Precisamente la soledad es uno de los ejes que vertebran ese discurso apasionado, seguramente fruto de tanta abstinencia (de nuevo verbal, pero fácilmente ampliable a todos los ámbitos de la comunicación, también al sexual); discurso que divaga entre mil temas, comenzando por un repaso desordenado a la historia de las bibliotecas y las clasificaciones de libros (discurso caro a quienes estudiamos Biblioteconomía, que leeremos con una sonrisa en los labios)... Pero que poco a poco comienza a deslizarse hacia materias y visiones mucho más personales, hasta adoptar, ya cerca del final, argumentos claramente surrealistas y algo alucinados que, no tan paradójicamente, son lo más interesante del libro. Por el camino queda el retrato de un personaje curioso, multifacético, una de esas bibliotecarias medio enajenadas a las que no te gustaría encontrarte al final de un pasillo oscuro entre estanterías llenas de libros, a esa hora en que la biblioteca se vacía y no queda nadie para oir tus gritos... Exagero (pero no tanto); también es un retrato de una fragilidad largamente sostenida, amparada y envuelta en mil coartadas intelectuales (casi tantas como libros hay alrededor de esta mujer sola), y relacionada, cómo no, con una necesidad de amor tan postergada. La nada cotidiana, como esa signatura 400 que la Clasificación Decimal Universal de Dewey deja sin utilizar, vacía de contenido, yerma; como tantas vidas, propias y ajenas.
La Divry, en cuestión. Para nada la imagen arquetípica de una bibliotecaria... Prohibido enamorarse.