Los libros de Patrick Modiano (quizá sería mejor
decir el libro único que Modiano va tejiendo, novela a novela) se
parecen mucho a la felicidad. Como ésta, están compuestos de intuiciones
vagas, sutiles, inasibles; transcurren en un limbo nebuloso, un poco en
precario, en el que, parece, todo podría echarse a volar al menor
descuido. La sensación de pérdida anticipada, de paraíso a punto de
extinguirse -y, sin embargo, recuperable en el espacio estricto de la
lectura, que es, para Modiano, el espacio de la memoria- impregna estas
páginas de manera rotunda, y a la vez tan etérea, tan difícil de
definir. Modiano es un mago de lo invisible, lo implícito, lo no dicho
porque no hace falta usar palabras cuando se cuenta una historia de amor
irrepetible, es decir, como todas (léase esta frase cambiando de orden
los adjetivos, se verá que no cambia el sentido). Así, evita los lugares
comunes, que deja a la inteligencia del lector, y se centra en su
obsesiva -y a la vez laxa, casi indolente- recreación de los vericuetos
de la memoria, la imposible -y sin embargo irrenunciable- recuperación
de lo vivido, el convencimiento de que nunca llegamos a entender nada ni
a conocer a nadie, felizmente encarnado en esas mujeres enigmáticas que
un día lejano uno conoció (o creyó conocer), amó y perdió enseguida, y
que pueblan y encantan los libros del autor francés. Al final, queda la
sensación de fragilidad, la imposibilidad de encontrar asideros firmes
en la vida, sensación -una vez más- inmejorablemente encarnada en los
continuos vagabundeos por el infinito dédalo de calles de ese París
inagotable e incognoscible que es, en los libros de Modiano, un
personaje más. Pues, como esa ciudad infinita, vieja y a la vez nueva,
la vida no es sino añadir calles a un esquema antiguo y ya olvidado,
buscando un orden imposible al que, cómo no, no podemos sino aspirar.
Lean a Modiano, y me entenderán. Pero cuidado: es un autor adictivo.
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